La palabra “presidenta”, dos siglos de vida y resistencia

Por Zazil-Ha Troncoso

Desde hace más de dos siglos que la palabra presidenta existe en el Diccionario y el debate sobre si debe usarse o no ese vocablo para referirse a la jefa de un Estado es pan de todos los días.

Presidenta se incorporó al Diccionario en 1803 como “la mujer del presidente”, asociación que mucho se usaba antaño, y como “la que manda y preside en alguna comunidad”.

La palabra de la que deriva, presidente, llegó al Diccionario obviamente mucho tiempo atrás, en 1737, como “el que preside, manda y prefiere a otros”, y “el que es cabeza o superior de algún Consejo, Tribunal o Junta”, entre otras acepciones.

Claro que la situación por la que el uso de la palabra causa actualmente tanto escozor, el de jefa de un Estado, en ese tiempo ni siquiera estaba contemplada ya no digamos para ellas; para ninguno de los dos géneros.

Lógico: eran los tiempos de la Colonia, cuando las máximas autoridades eran los reyes y los virreyes.

A partir de 1808 se desató el furor independentista de la mayoría de los países colonizados por España, aunque la figura de presidente, tal como la conocemos ahora, llegaría unos años más tarde.

La independencia incluyó un breve paso por triunviratos, regencias, juntas de gobierno, direcciones supremas… Y algunas de esas figuras estaban presididas por una persona, a la que naturalmente se le llamó presidente.

Era el modo en que se entendía la palabra en ese tiempo, y sobra decir que su uso se extendió también para referirse a quienes encabezaban los nacientes poderes ejecutivos.

Pasó más de medio siglo para que la Real Academia Española reconociera la nueva acepción de presidente en un complemento del Diccionario de 1884, donde expresamente se incorporó como “funcionario que en las repúblicas ejerce el supremo poder ejecutivo”.

También ese año hubo un cambio en la acepción de presidenta: de ser “la que manda y preside en una comunidad” pasó a simplemente “la que preside”. Y seguía siendo, como a la fecha, “la mujer del presidente”, con la diferencia de que ahora se considera coloquial ese uso.

Para 1936 cambió otra vez la acepción de presidente: “En las Repúblicas, el jefe electivo del Estado; normalmente por un plazo fijo, y responsable. Puede serlo también del poder ejecutivo cuando el régimen es presidencialista”.

La definición persistió, palabras más, palabras menos, hasta el Diccionario de 1992. Pero se produjo un cambio significativo en la definición de presidenta, que en las ediciones anteriores siempre fue, en esencia, la misma que casi dos siglos atrás.

Ese año, la Academia le agregó a presidenta la acepción de “presidente, cabeza de un gobierno, consejo, tribunal, junta, sociedad, etc.”, y la que nos atañe, la de “presidente, jefa del Estado”. Hasta ahora es así.

Entonces, ¿forzosamente se debe decir presidenta? La respuesta es: dilo como quieras. Sea la presidenta o la presidente, ambas son correctas.

Y es que la Academia dio una solución salomónica al problema: la palabra presidenta pertenece al género femenino, mientras que presidente se puede usar para ambos géneros.

Así que mi sugerencia es que ya nadie haga berrinches, que con los elementos expuestos decida cada quien cómo le va a decir y que se respete al que elija referirse del modo opuesto.

Esto no se trata de una guerra entre conservadores y liberales; el asunto es si la palabra presidenta se usa o no. Y si está en el Diccionario desde 1803, eso significa que ya existía en el vocabulario desde algunas décadas atrás.

Cuando se admite una palabra en el Diccionario no es por ocurrencia de la Academia, sino porque llega un momento en que su uso es tan extenso y persistente, que debe incorporarlas.

No está de más que los detractores sepan que el uso de la expresión la presidente ha caído en desuso y se impone con mucho el uso de la presidenta.

De acuerdo con el Corpus de Referencia del Español Actual, en 94 por ciento de los casos se usa la presidenta, y solo en el restante 6 por ciento se utiliza la presidente.

Termino con una invitación: quien nunca use en su vocabulario las palabras sirvienta, clienta o pretendienta, que tire la primera piedra.

Les dejo las palabras que ya fueron sujetas a la feminización, es decir, a la acción de dar género femenino a un nombre originariamente masculino o neutro: acompañanta, asistenta, ayudanta, clienta, comedianta, dependienta, farsanta, gerenta, giganta, intendenta, mendiganta, negocianta, parturienta, penitenta, postulanta, practicanta, presidenta, pretendienta, principianta, regenta, sirvienta y tenienta.

Fuentes: 1, 2, 3, 5, 11, 14.

 

No te quedes solo: deja ya de acentuar “sólo”

Por Zazil-Ha Troncoso

¿Eres de los que se niega rotundamente a dejar de acentuar la palabra sólo, tal como se propone en la última reforma ortográfica de la Real Academia Española?

Por supuesto que es muy difícil, de buenas a primeras, dejar de hacer algo del único modo que lo has hecho toda la vida, a menos, claro, que tengas más de 90 años de edad y una memoria prodigiosa.

En tal caso, podrías recordar que fue en 1925 cuando la nueva edición del Diccionario salió con la novedad de que el omnipresente solo, cuando significara “lo mismo que solamente”, a partir de entonces debía llevar acento.

Y ahora, 85 años después, nos proponen desandar el camino. Uf, sí es para resistirse.

Pero, ¿saben? Después de un largo debate conmigo misma, estoy convencida de que la Academia tiene razón, así que a contracorriente de una inmensa mayoría, te daré buenas razones para olvidarte de ese acento.

Razón #1

Primeramente es importante aclarar que, contrario a la idea generalizada, el acento diacrítico no tiene como función establecer que cierta palabra, que está formada con las mismas letras que otra, posee un significado diferente, aunque por extensión así sea.

El acento diacrítico sirve, en principio, para diferenciar una palabra tónica de una palabra átona. También debes saber que no en todos los casos se aplica, aunque esa es otra historia.

Pongamos ejemplos en los que se aplica el acento diacrítico, y para entenderlo necesitarás leer en voz alta las siguientes frases:

– En mi casa hago lo que a se me da la gana.

– No quiero que dé de qué hablar.

– Si vieras cómo quiero a ese niño; es como si fuera mi hijo.

Como podrás darte cuenta, ninguno de los pares de palabras diferenciadas por el acento diacrítico suena igual. No solo tienen un significado distinto: también suenan diferente.

Ahora haz lo mismo con esta expresión:

– Yo solo sé que no quiero estar solo. Cuando estoy solo, solo pienso en eso.

Como seguro ya notaste, ni cuando solo se refiere a soledad, ni cuando significa únicamente, la pronunciación es distinta, y por tanto, no se justifica el acento diacrítico. No es más que una palabra llana terminada en vocal que, como dicta la norma, no debe llevar tilde.

Razón #2

El hecho de acentuar la palabra solo, se supone, tenía como propósito evitar confusiones.

Lo cierto es que son pocas, pero realmente pocas, las veces en que esto ocurre, pues como bien dice la Academia, el contexto da el sentido de la palabra, como ocurre con muchas otras que tienen varios significados.

Y si llegara a darse una confusión, el asunto se arregla con cambiar la palabra solo por solamente.

Razón #3

¿Qué impresión te da cuando en algún escrito te topas con la palabra ? De inmediato te remite a un pasado muy lejano, se te hace anticuado, sientes rechazo y juzgas, con buenos motivos, la ortografía de quien lo escribió.

Si persistes en tu negativa, lo mismo pensarán de ti las nuevas generaciones, aquellos que hoy están en la escuela tomando sus clases de español y aprendiendo que acentuar la palabra solo, solo es un error.

Y vamos, si los que vivieron en 1925 aprendieron a ponerle tilde, por qué no podremos desaprenderlo nosotros.

De paso hagámoslo también con ese, este, aquel, y todas sus formas femeninas y plurales, que con la reforma ortográfica, y por los mismos motivos, ya no se acentúan.

Razón #4

Hay quienes alegan que con la reforma ortográfica no se prohíbe dejar de tildar la susodicha palabra, que solo es una recomendación. Para verificar el alegato, nada mejor que preguntarle directamente a la Academia.

Su respuesta fue que la Ortografía de la lengua española pretende demostrar que “esa tilde no tiene más justificación que la tradición y que, por tanto, no es necesaria y puede prescindirse de ella. Ahora bien, no hay una prohibición taxativa de seguir escribiéndola, para quien así lo prefiera, siempre que exista ambigüedad”.

Así que, si eres de los que te resistes, pongo el énfasis en “siempre que exista ambigüedad”, que dicho sea de paso, era una norma que se supone debía aplicarse desde 1959… nomás que somos necios.

Pero en última instancia, acentúala solo en casos de verdadera confusión, pero teniendo claro que es una concesión de la Academia ante la resistencia al cambio.

Yo lo que propongo es seguir su recomendación y no tildarla nunca.

Fuentes: 4, 5.

 

El indisoluble matrimonio de la “q” y la “u”

Por Zazil-Ha Troncoso

¿Por qué la letra q siempre va acompañada de una u que no suena? o ¿por qué no simplemente usamos k?

La letra k solo se usa en algunas palabras de origen griego o extranjeras. Si forma parte de nuestro abecedario es porque la necesitamos para aquellos vocablos cuyos idiomas originales no tienen las letras c ni q, como el ruso (Kremlin) o el japonés (karaoke), o la tienen, como el inglés, pero se decide conservarla (póker).

En el español, el sonido de esta letra está representado por la c cuando va seguida de las vocales a, o y u, y por el dígrafo qu cuando va seguido de la e y la i.

Un dígrafo es un sonido representado por dos letras, y el porqué la letra u del dígrafo qu no suena en español, tiene su explicación en la historia de nuestro idioma.

En principio, la letra k es una herencia de los etruscos a los romanos. Este sonido, en los tiempos del latín, ya existía por supuesto y estaba representado por la letra c, y mantenía ese sonido incluso seguida de la e y la i: ca, ce, ci, co y cu sonaban como ca, que, qui, co y cu.

Sin embargo, había una peculiaridad: si se trataba del sonido cu, pero iba seguido de otra vocal, en lugar de la letra c se utilizaba la q. Era el caso de las palabras quasi o quorum.

Hasta ahí todo iba bien, pero como los hablantes hacemos lo que se nos da la gana con el idioma, durante la evolución del latín al español pasó que las palabras que se escribían con ce y ci, y que en los viejos tiempos sonaban como que y qui, empezamos a pronunciarlas como se y si. Nomás porque sí.

Entonces, ante la imposibilidad de representar el sonido que y qui con la letra c, que combinada con esas vocales ya había degenerado en el sonido de la s, hubo que recurrir a la q.

Y como en el latín la q siempre iba acompañada de una u, porque era la única vocal con la que se usaba, se quedó tal cual emparentada en que y qui, pero ahora sin que sonara la u.

La más pura expresión de la fuerza de la costumbre.

Pero la solución al problema generaba otro, que era representar el antiguo sonido de qu cuando iba acompañado de otra vocal, como en quasi, considerando que la u ya no representaba ningún sonido. La salida fue, a la inversa, cambiar la q por la c, y así nació cuasi.

Eso explica por qué la Real Academia Española, en su última reforma ortográfica (año 2010), propone que ahora escribamos el rarísimo cuórum en sustitución del bello quórum. Solo sigue su tendencia.

La norma es que el dígrafo qu solo vaya acompañado de la e y la i, de ahí que en esa misma reforma, la Real Academia también le aplique la guillotina a Qatar para dejarla en Catar.

Pero no hay que asombrarnos tanto. Si esos cambios se consideran drásticos, más lo fue el de 1815, cuando la Real Academia desapareció de un plumazo la letra k de nuestro abecedario, aunque después se arrepintió y la reincorporó en 1869.

Sin embargo, en los hechos, la Real Academia sigue propugnando por la desaparición de la k, como en quiosco -antes kiosco-, aunque en la Ortografía de la lengua española reconoce que hay palabras en las que, por lo pronto, seguirá imperando el uso mayoritario, como en kimono, kinesiología o kurdo.

Fuente: 4.

 

La breve y errática historia del “clic” en el Diccionario

Por Zazil-Ha Troncoso

Como buenos cibernautas seguramente se han topado a cada rato con la incitadora frase haz click aquí, y por supuesto también la han visto miles de veces sin esa deliciosa k que lo deja en un medio insípido clic, que guste o no es el correcto en nuestro castellano, y no el anglicismo.

Muchos creen que el clic nació con el mouse (téoricamente, ratón), aunque nada dice de eso en el Diccionario de la Real Academia Española de 1983, en el que apareció por primera vez la palabra con una definición muy vaga y escueta: “un sonido de variable naturaleza que tiene empleo en ciertas lenguas”, clasificado además como perteneciente a la Lingüística.

Pero eso sí, era prolija en cuanto a cómo se produce: “…se realiza mediante dos oclusiones; una posterior, velar, y otra anterior, labial, dental o palatal. Entre ambas, mediante succión, se forma una cavidad casi vacía; al deshacerse las oclusiones y penetrar el aire exterior en dicha cavidad, se produce ese sonido”.

Qué tal.

Suena complicado, aunque tenía su razón de ser, pues se refería no a la palabra como la pronunciamos, sino al sonido como tal, el que escucharías si en este momento haces clic con el mouse, o con la boca tratando de imitarlo.

En el Diccionario de 1984 clic seguía ahí, con la misma definición, pero ahora con un interesante agregado:  “Son clics el ruido del beso o el que se emite para arrear las caballerías.”

¿Perdón?

Definitivamente nada que ver. En todo caso se usan, para representar un beso, las palabras mua, muak y smuak, ninguna de ellas reconocidas por la Academia, aunque sí por el Diccionario del Español Actual en el caso del mua, al que define como una interjección, es decir, una palabra que expresa alguna impresión súbita.

El caso es que tan rara asociación de clic con la sensualidad duró poco en el Diccionario, pues se esfumó de la edición de 1989 llevándose entre las patas lo referente a los caballos, pues a final de cuentas venía siendo el mismo sonido.

Para 1992, sí, adivinaron: otro cambio. Adiós a toda explicación científica del tronado sonidito, y bienvenida, por fin, una cortita y atinada definición: “onomatopeya para reproducir ciertos sonidos, como el que se produce al apretar el gatillo de un arma, pulsar un interruptor, etc.”

¡Bingo!

Además, le quitaron la clasificación de término lingüístico y se refirieron a lo que es exactamente: una onomatopeya, es decir, una palabra que imita o recrea un sonido.

Y en 2001 llegó, ahora sí, la segunda acepción: “Pulsación que se hace en alguno de los botones del ratón de un ordenador”, frase que desde 2010 redondeó la Real Academia al agregarle la frase: “para dar una instrucción tras haber señalado un enlace o icono en la pantalla”, precisando que es un término informático.

De clic derivaron dos palabras: clicar y cliquear, pero ninguna de ellas son aceptadas por la Academia, que recomienda reemplazarlas por la expresión hacer clic, que dicho sea de paso, también se usa coloquialmente para referirse a la afinidad espontánea entre dos personas, situaciones, objetos, etcétera.

Fuentes: 1, 5, 6, 7.